La Oración por Todos
I
Ve a rezar, hija mía. Ya es la
hora de la conciencia y del pensar profundo:
cesó el trabajo afanador y al
mundo la sombra va a colgar su pabellón.
Sacude el polvo el árbol del
camino, al soplo de la noche; y en el suelto
manto de la sutil neblina
envuelto, se ve temblar el viejo torreón.
¡Mira su ruedo de cambiante nácar el
occidente más y más angosta;
y enciende sobre el cerro de la
costa el astro de la tarde su fanal.
Para la pobre cena aderezado, brilla
el albergue rústico; y la tarda
vuelta del labrador la esposa
aguarda con su tierna familia en el umbral.
Brota del seno de la azul esfera uno
tras otro fúlgido diamante;
y ya apenas de un carro vacilante se
oye a distancia el desigual rumor.
Todo se hunde en la sombra; el
monte, el valle, y la iglesia, y la choza, y la alquería;
y a los destellos últimos del día,
se orienta en el desierto el viajador.
Naturaleza toda gime: el viento en
la arboleda, el pájaro en el nido,
y la oveja en su trémulo balido, y
el arroyuelo en su correr fugaz.
El día es para el mal y los
afanes. ¡He aquí la noche plácida y serena!
El hombre, tras la cuita y la
faena, quiere descanso y oración y paz.
Sonó en la torre la señal: los
niños conversan los niños
conversan con espíritus alados; y
los ojos al cielo levantados,
invocan de rodillas al Señor.
Las manos juntas, y los pies
desnudos, fe en el pecho, alegría en el semblante,
con una misma voz, a un mismo
instante, al Padre Universal piden amor.
Y luego dormirán; y en leda tropa,
sobre su cuna volarán ensueños,
ensueños de oro, diáfanos,
risueños, visiones que imitar no osó el pincel.
Y ya sobre la tersa frente posan, ya
beben el aliento a las bermejas
bocas, como lo chupan las abejas a
la fresca azucena y al clavel.
Como para dormirse, bajo el ala esconde
su cabeza la avecilla,
tal la niñez en su oración
sencilla adormece su mente virginal.
¡Oh dulce devoción que reza y ríe!
¡De natural piedad primer aviso!
¡Fragancia de la flor del paraíso!
¡Preludio del concierto celestial!
II
Ve a rezar, hija mía. Y ante todo,
ruega a Dios por tu madre: por aquella
que te dio el ser, y la mitad más
bella de su existencia ha vinculado en él;
que en su seno hospedó tu joven
alma, de una llama celeste desprendida;
y haciendo dos porciones de la
vida, tomó el acíbar y te dio la miel.
Ruega después por mí, más que tu
madre lo necesito yo... Sencilla, buena,
modesta como tú, sufre la pena, y
devora en silencio su dolor.
A muchos compasión, a nadie
envidia, la vi tener en mi fortuna escasa.
Como sobre el cristal la sombra,
pasa sobre su alma el ejemplo corruptor.
No le son conocidos...¡ni lo sean a
ti jamás! ... los frívolos azares
de la vana fortuna, los pesares ceñudos
que anticipan la vejez;
de oculto oprobio el torcedor, la
espina que punza a la conciencia delincuente,
la honda fiebre del alma, que la
frente tiñe con enfermiza palidez.
Mas yo la vida por mi mal conozco,
conozco el mundo, y sé su alevosía;
y tal vez de mi boca oirás un día lo
que valen las dichas que nos da.
Y sabrás lo que guarda a los que
rifan riquezas y poder, la urna aleatoria,
y que tal vez la senda que a la
gloria guiar parece, a la miseria va.
Viviendo, su pureza empaña el
alma, y cada instante alguna culpa nueva
arrastra en la corriente que la
lleva con rápido descenso al ataúd.
La tentación seduce; el juicio
engaña; en los zarzales del camino, deja
alguna cosa cada cual: la oveja su
blanca lana, el hombre su virtud.
Ve, hija mía, a rezar por mí, al
cielo pocas palabras dirigir te baste;
"Piedad, Señor, al hombre que
criaste; eres Grandeza; eres Bondad; ¡perdón!
Y Dios te oirá que cuál del ara
santa sube el humo a la cúpula eminente,
sube del pecho cándido, inocente, al
trono del Eterno la oración.
Todo tiende a su fin: a la luz
pura del sol, la planta; el cervatillo atado,
a cervatillo atado, a la libre
montaña; el desterrado, al caro suelo que lo vio nacer;
y la abejilla en el frondoso
valle, de los nuevos tomillos al aroma;
y la oración en alas de paloma a
la morada del Supremo Ser.
Cuando por mí se eleva a Dios tu
ruego, soy como el fatigado peregrino,
que su carga a la orilla del
camino deposita y se sienta a respirar;
porque de tu plegaria el dulce
canto alivia el peso a mi existencia amarga,
y quita de mis hombros esta carga,
que me agobia de culpa y de pesar.
Ruega por mí, y alcánzame que vea,
en esta noche de pavor, el vuelo
de un ángel compasivo, que del
cielo traiga a mis ojos la perdida luz.
Y pura finalmente, como el mármol que
se lava en el templo cada día,
arda en sagrado fuego el alma mía,
como arde el incensario ante la cruz.
III
Ruega, hija, por tus hermanos, los
que contigo crecieron,
y en un mismo seno exprimieron, y
un mismo techo abrigó.
Ni por los que te amen sólo el
favor del cielo implores;
por justos y pecadores, Cristo en
la cruz expiró.
Ruega por el orgulloso que ufano
se pavonea,
y en su dorada librea, funda
insensata altivez;
y por el mendigo humilde que sufre
el ceño mezquino
de los que beben el vino porque le
dejen la hez.
Por el que de torpes vicios sumido
en profundo cieno,
hace aullar el canto obsceno de
nocturna bacanal.
Y por la velada virgen que en su
solitario lecho
con la mano hiriendo el pecho,
reza el himno sepulcral.
Por el hombre sin entrañas, en
cuyo pecho no vibra
una simpática fibra al pesar y a
la aflicción.
Que no da sustento al hambre, ni a
la vestido,
ni da la mano al caído, ni da a la
injuria perdón.
Por el que en mirar se goza su
puñal de sangre rojo,
buscando el rico despojo, o la
venganza cruel.
Y por el que en vil libelo
destroza una fama pura,
y en la aleve mordedura escupe
asquerosa hiel.
Por el que surca animoso la mar de
peligros, llena;
por el que arrastra cadena, y por
su duro señor.
Por la razón que leyendo, en el
gran libro, vigila;
por la razón que vacila: por la
que abraza el error.
Acuérdate en fin, de todos los que
penan y trabajan;
y de todos los que viajan por esa
vida mortal.
Acuérdate aun del malvado que a
Dios blasfemando irrita.
La oración es infinita: nada agota
su caudal.
IV
¡Hija! reza también por los que
cubre la soporosa piedra de la tumba,
profunda sima adonde se derrumba la
turba de los hombres mil a mil:
abismo en que se mezcla polvo a
polvo, y pueblo a pueblo; cual se ve a la hoja
de que el añoso bosque Abril
despoja, mezclar la suya otro y otro Abril.
Arrodilla, arrodíllate en la
tierra donde segada en flor yace mi Lola,
coronada de angélica aureola; do
helado duerme cuanto fue mortal;
donde cautivas almas piden preces que
las restauren a su ser primero,
y purguen las reliquias del
grosero vaso, que las contuvo, terrenal.
¡Hija! cuando tú duermes, te
sonríes, y cien apariciones peregrinas,
sacuden retozando tus cortinas: travieso
enjambre, alegre, volador.
Y otra vez a la luz abres los
ojos, al mismo tiempo que la aurora hermosa
abre también sus párpados de rosa,
y da a la tierra el deseado albor.
¡Pero esas pobres almas!...¡si
supieras que sueño duermen!... su almohada es fría;
duro su lecho; angélica armonía no
regocija nunca su prisión.
No es reposo el sopor que las abruma;
para su noche no hay albor temprano;
y la conciencia, velador gusano, les
roe inexorable el corazón.
Una plegaria, un solo acento tuyo,
hará que gocen pasajero alivio,
y de que luz celeste un rayo tibio
logre a su oscura estancia penetrar;
que el atormentador remordimiento una
tregua a sus víctimas conceda,
y del aire, y el agua, y la
arboleda, oigan el apacible susurrar.
Cuando en el campo con pavor
secreto la sombra ves, que de los cielos baja,
la nieve que las cumbres amortaja,
y del ocaso el tinte carmesí:
en las quejas de aura y de la
fuente ¿no te parece que una voz retiña?
una doliente retiña? una doliente
voz que dice:
"Niña, cuándo tú reces,
¿rezarás por mí?"
Es la voz de las almas. A los
muertos que oraciones alcanzan, no escarnece
el rebelado arcángel, y florece sobre
su tumba perennal tapiz.
Más ¡ay! los que yacen olvidados cubren
perpetuo horror, hierbas extrañas
ciegan su sepultura; a sus
entrañas ¡árbol funesto enreda la raíz!
Y yo también, (no dista mucho el
día) huésped seré de la morada oscura,
y el ruego invocaré de un alma
pura, que a mi largo penar consuelo dé.
Y dulce entonces me será que
vengas, y para mí la eterna paz implores,
y en la desnuda loza esparzas
flores, simple tributo de amorosa fe.
¿Perdonarás a mi enemiga estrella,
si disipadas fueron una a una
las que mecieron tu mullida cuna esperanzas
de alegre porvenir?
Sí, le perdonarás; y mi memoria te
arrancará una lágrima, un suspiro
que llegue hasta mi lóbrego
retiro, y haga mi helado polvo rebullir.
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